En la Revolución Industrial, víctimas de la máquina imparable del progreso, los niños trabajaban tanto como los adultos y, además, lo hacían en condiciones infrahumanas. Pero, ¿cómo era un día en la vida de un pequeño proletario? Tomemos como muestra un testimonio, el de Sarah Gooder, de ocho años, a la Comisión Ashley, que surgió como un estudio de la situación en las minas en Inglaterra.
Trabajo en el pozo de Gawber. No es muy cansado, pero trabajo sin luz y paso miedo. Voy a las cuatro y a veces a las tres y media de la mañana, y salgo a las cinco y media de la tarde. No me duermo nunca. A veces canto cuando hay luz, pero no en la oscuridad, entonces no me atrevo a cantar. No me gusta estar en el pozo. Estoy medio dormida a veces cuando voy por la mañana. Voy a la escuela los domingos y aprendo a leer. (...) Me enseñan a rezar. (...) He oído hablar de Jesucristo muchas veces. No sé por qué vino a la tierra y no sé por qué murió, pero sé que descansaba su cabeza sobre las piedras. Prefiero, de lejos, ir a la escuela que estar en la mina.
Los cuerpos de los niños, por su pequeño tamaño, eran ideales para introducirse en las minas, y eran brutalmente explotados a cambio de un pequeño salario. Tras su jornada de trabajo, Sarah debería volver a su casa, una pequeña habitación o una vivienda compartida con otras familias, en un barrio problemático plagado de problemas como el alcohol y la prostitución. Una vida sin futuro y sin presente.
Más tarde, gracias a la aparición de los sindicatos, las condiciones laborales se fueron normalizando hasta llegar a ser lo que son hoy en día. Pero sólo tras décadas de explotación y sufrimiento.